Por Matías Bauso (*)
Quince años atrás moría Raúl Alfonsín.
De los muchos posibles, el Alfonsín que tal vez sea más preciso y urgente rescatar es el Alfonsín ciudadano. Naturalmente no se debe soslayar al político, al presidente, al estadista, ni al opositor. Todos ellos convivieron en él.
Pero en estos tiempos convulsionados, de desconfianza (fundamentada) hacia la clase política, de iracundia, de falta de reconocimiento del otro, de deterioro flagrante de la conversación pública, Alfonsín aparece como un gigante cívico.
Al momento de su muerte el reconocimiento fue inmediato. Surgió, natural, una ola de unanimidad que señalaba sus méritos. El primer presidente del retorno democrático. Más de 80 mil personas concurrieron a sus exequias: un gesto de otros tiempos en el que no todo pasaba por la televisión, en los que la gente no era testigo mediático, sino que participaba de los eventos. Utilizando un término al que se le da otro significado: el consenso alfonsinista. En este caso la acepción es diferente: el consenso alrededor de la figura de Alfonsín. La coincidencia de opiniones, la aceptación de lo obvio: Alfonsín como sinónimo de democracia y de lo republicano.
Porque se debe reconocer, siguiendo a Natalio Botana, que no son sinónimos, ni siempre vienen juntas las dos características. Se pueden tener los votos en las urnas pero el ejercicio de esa mayoría legítima puede no respetar las instituciones. Una de las mayores preocupaciones de Alfonsín, casi una obsesión, fue que rija el republicanismo, que las instituciones se despliegan con armonía.
Con el correr de los años, tras su muerte, esa coincidencia alrededor de su figura sólo fue en aumento. Desde gran parte del arco político se blande su figura, se lo pone como ejemplo. Muy posiblemente, la figura de Raúl Alfonsín siga creciendo a través del tiempo hasta alcanzar la imagen de un prócer, de alguien incontrastable, irreprochable.
Mientras ejerció el poder tuvo enemigos. Muchos enemigos. Aunque hoy no aparezcan o esos mismos que lo enfrentaron con denuedo, que sacudieron su gobierno al borde del golpismo, lo alaben y hayan olvidado sus propios gestos.
Hace poco le surgió un oponente, un antagonista, de alto perfil. El nuevo presidente de la Nación. Javier Milei no desaprovecha ocasión para lanzar invectivas contra el líder radical. En la campaña lo tildó de izquierdista, de hiperinflacionario de Chascomús, de fracasado y hasta le dedicó algún sonoro insulto.
A Alfonsín no se le conocieron negociados, agachadas, fortunas previas, ventajas impositivas, mansiones, hoteles ni demás prebendas varias. Vivió siempre en el mismo departamento y su estilo de vida no sufrió modificaciones tras el paso por la primera magistratura. No fue un sanatero de feria, buscando culpas siempre en otros, ni un hombre gris incapaz de tomar decisiones y explorando algún negocio menor para sacar provecho. A pesar de que los que llegan con un mensaje mesiánico –sin importar de qué lado del espectro se encuentren- multiplican los adeptos, evitó el tono iluminado y apocalíptico. Tampoco fue alguien que pretendió denostar, eliminar y negar al que no pensaba como él. Aceptaba la existencia de otras ideas, las discutía.
En esa dimensión de héroe cívico se debe destacar su propensión permanente al diálogo. Un diálogo genuino, no para la tribuna ni demagógico. Sentarse con el interlocutor de turno a escucharlo, a construir un nuevo espacio.
Eso mismo expresó desde el primer momento, lo hizo en su discurso inaugural frente al Congreso el 10 de diciembre de 1983. Podía haberse embriagado con la avalancha de votos, con las masas festejándolo en las calles, las tapas de diarios y revistas o con las adulaciones que recibe el que llega al poder. Pero él optó por incentivar el diálogo, por reconocer al adversario: “El diálogo, para ser efectivo, será un diálogo real que presupondrá el reconocimiento de que no tenemos toda la verdad, de que muchas veces habremos de equivocarnos ¿Para qué escucharíamos si no estuviéramos dispuestos a rectificar conductas? El país está enfermo de soberbia y no está ausente del recuerdo colectivo la existencia de falsos diálogos, que, aun con buena fe de muchos protagonistas, no sirvieron para recibir ideas ajenas y modificar las propias. El diálogo no es nunca la sumatoria de diversos monólogos, sino que presupone una actitud creadora e imaginativa de cada uno de los interlocutores”.
Esa predisposición inicial no era ilimitada ni se deformaba por un fin superior. El diálogo, la posibilidad de que este fuera fructífero, tenía la condición de la racionalidad, de la equidad. No aceptaba cualquier condicionamiento. Es por eso que los ejemplos públicos se acumulan. La respuesta a Reagan en los jardines de la Casa Blanca, la réplica al Obispo desde el púlpito, o el discurso firme en medio de los silbidos en la Sociedad Rural. El héroe cívico debe, imprescindiblemente, ser un cúmulo de convicciones que no ceden ante la presión, la conveniencia, ni la codicia.
Si su rezo laico más conocido fue el recitado del preámbulo constitucional con el que terminaba cada acto de campaña, podemos agregar otra plegaria laica alfonsinista: “Cada uno vaya con sus banderas y sus próceres, con su identidad y sus propuestas, pero dejemos siempre un lugar más arriba para que flamee la bandera argentina”.
No alentaba falsos y peligrosos nacionalismos -su conducta en los momentos claves lo demuestra-, sino aceptar las diferencias, procurar el acercamiento y así posibilitar la creación de un destino común.
En otro discurso ante la Asamblea Legislativa, el de 1986, habló contra el mesianismo, los que se creen los elegidos, los que creen poseer la verdad absoluta. Esas palabras se mantienen incólumes, no perdieron vigencia. Fueron oportunas en su momento, en el 2011 y lo siguen siendo hoy: “La democracia se resiente si una fuerza política asume para sí la representación exclusiva de los intereses nacionales, la encarnación exclusiva del espíritu democrático, cualquier otro exclusivismo que tanto han abundado en Argentina. Ninguna fuerza política ha sido inmune, en el pasado, de caer en estos exclusivismos discriminatorios, cuyo efecto fue el de trazar una línea entre elegidos y réprobo, entre excelsos y marginados”.
Creía en el poder de la negociación, de la construcción en conjunto. Sabía que excluyendo a grandes grupos sociales se tensaba la convivencia y que las políticas tenían menos posibilidades de funcionar. Andrés Malamud escribió que Alfonsín “negociaba con todos, porque esa era su concepción de la democracia: la negociación por oposición a la eliminación”.
No sólo fue el primer presidente democrático en lograr entregar el gobierno a otro elegido en las urnas desde 1930. Fue también el primero en la historia que lo hizo cediendo el bastón a alguien de un signo político distinto, a un declarado opositor. Ahí están las fotos que muestran el traspaso. Alfonsín aplaudiendo y deseando lo mejor a alguien ubicado en sus antípodas, a alguien que él estaba convencido había complotado contra su gobierno, que había empujado (o acelerado) el colapso económico, que había presionado en esos días para fijar la nueva fecha de asunción y las condiciones. Pero él sabía que quien llevaba la banda no era solo Menem. Era mucho más que una persona. Representaba a la inmensa masa de argentinos que lo votaron. Representaba la democracia, la continuidad de la república. Ese traspaso en medio de la hiperinflación era, al mismo tiempo, la prueba de su caída y su gran triunfo institucional.
Max Weber sostenía que un político debía tener tres cualidades: pasión, responsabilidad y mesura. Alfonsín contaba con las tres.
Y a eso se refiere Pablo Gerchunoff en El Planisferio Invertido, su excelente perfil biográfico sobre el ex presidente: “Era el símbolo de la pasión política, de la voluntad política que Alfonsín ya no podría ejercer: la realidad puede cambiarse, puede darse vuelta; el peronismo puede perder; la Plaza de Mayo puede ser vista desde el Cabildo, y no desde la casa Rosada; la Capital Federal podría mudarse; el sistema político, mutar por obra de esa voluntad; la democracia, curar y educar. Muchas veces la voluntad falló, o se equivocó, pero nunca cedió, precisamente porque estaba guiada por la pasión”.
En 1999 sufrió un accidente en la Patagonia. Estuvo muy grave. Su cuerpo salió volando por el parabrisas de la camioneta que lo transportaba por intrincadas y precarias rutas del Sur en medio de una campaña política. Esa determinación, ese continuar haciendo lo que él creía que debía hacer, lo que estaba en su naturaleza, es una de sus marcas de agua. Era un político. Y creía en la oratoria, en el poder de la palabra, en el acercamiento con la gente, con sus votantes. Convencerlos artesanalmente, de a uno. Así llegó a ser Presidente.
El libro “Alfonsín, mitos y verdades del padre de la democracia”, una excelente biografía escrita por Oscar Muiño, abre con una gran escena: “Era noctámbulo, trasnochaba, se levantaba tardísimo, fumaba mucho, llegaba tarde a las reuniones. Un radical típico. Un día, de repente, largó el cigarrillo, se inventó una rutina, comenzó a convocar gente temprano en las mañanas, dejó la noche. Cuando me enteré, supe que Raúl Alfonsín quería ser presidente”.
El camino fue largo. Desde Chascomús a la Provincia de Buenos Aires, luego al Partido Radical, por último, la candidatura presidencial. Es muy difícil encontrar en políticos de largas trayectorias que en todas esas décadas hayan estado siempre en el lugar correcto. Mucho más en un país como Argentina en el que los cambios son constantes y abruptos, y en el que los entusiasmos tienden a sobredimensionarse y volcarse hacia la peligrosa unanimidad.
Muchos de los entusiasmos públicos y casi unánimes de la Argentina contemporánea encontraron a Alfonsín expresando (con determinación) su disenso. Se manifestó en contra de la proscripción del peronismo a principios de los sesenta, de Onganía, de la ilusión de unión nacional impulsada por Balbín, de los crímenes de la Triple A, no cedió a la ilusión de la violencia política, se opuso a la Dictadura Militar y fue una de las muy escasas voces que se expresó en contra de la Guerra de Malvinas. Todo eso antes de alcanzar la presidencia nacional.
A fines de 1975 fue uno de los fundadores de la Asamblea Permanente para los Derechos Humanos, un organismo de vital importancia en esos años. En 1983 después de ganar las elecciones presionó al gobierno saliente de Bignone para adelantar el traspaso de mando. Los militares querían postergar la transición otros seis meses más. Alfonsín fue quién eligió la fecha del 10 de diciembre para que coincidiera con el Día Internacional de los Derechos Humanos. Toda una declaración de principios.
Si algo se mantuvo incólume durante su campaña de 1983 y a lo largo de su mandato fue la presencia en su discurso de las palabras “vida”, “democracia”, “libertad”. Ese es, sin el menor lugar a dudas, su gran legado.
Fue quien con su impronta, decisión y coraje logró dotar a las instituciones argentinas de un cariz democrático. En un país que no tiene tradición en el tema, en el que quien ejerce el poder lo hace, de una manera u otra, de manera cada vez más autocrática, Alfonsín logró que los mecanismos democráticos -agrietados, deformados, poco arraigados- se convirtieran en una norma. Naturalizó la institucionalización de nuestra democracia. Tan eficaz fue su labor en esa cuestión que aún tras décadas de deterioro en la calidad democrática, de pérdida de calidad de la discusión pública, la democracia sigue en pie y es el único sistema concebible para la gran mayoría.
El discurso de Semana Santa, luego del primer levantamiento Carapintada, quedó en la memoria colectiva como el de “Felices Pascuas, la casa está en orden”. Sin embargo, ese discurso está articulado con los otros dos que dio en esos días de abril del 87, la presencia de él en el lugar de los hechos en medio de un clima de una hostilidad insoportable (tal como lo muestra el documental de Sergio Wolf, Esto no es un golpe) y otra línea de esa pieza oratoria improvisada. A la síntesis popular le faltó la frase más importante de su alocución: “No se ha derramado sangre en la Argentina”.
A cinco días de asumir ordenó la creación de la Conadep y el juzgamiento a las cúpulas militares. Algo inédito en la historia contemporánea. Desde el estado trató de brindar una respuesta a la barbarie de los años anteriores, de dar cuenta de la masacre, intentó que se hiciera justicia a pesar de que las condiciones no eran las más propicias, ni los consensos tan masivos y pacíficos como en la actualidad.
Otros logros en plan de normalizar la situación y de mejorar la calidad de vida de los ciudadanos (con la ilusión de que el lema de campaña “con la democracia se cura, se come, se educa” se convirtiera en realidad) fueron el plan nacional de alfabetización, el respeto de las autonomías provinciales -sin manejos extorsivos-, el Plan Alimentario Nacional, el divorcio, la resolución del conflicto del Beagle, la inserción internacional del país.
Un pequeño gesto que habla de su personalidad. Cuando la Selección regresó de México con la Copa del Mundo evitó compartir el balcón de la Casa Rosada con Maradona y los otros jugadores.
En el ejercicio del poder, en el (des)manejo de la economía, además de la típica inestabilidad argentina y el desastre dejado por la dictadura, pesó su falta de experiencia en el manejo de lo público. Nunca había ejercido un cargo ejecutivo. Hay que agregar otro factor que hace a la experiencia: Argentina había olvidado cómo se desenvolvía una democracia.
El fracaso económico que finalizó con el colapso hiperinflacionario es el gran estigma de su gestión. Su caída fue dolorosa y anticipada. Durante años pareció que ese innegable fracaso de su política económica empañaría su imagen. El paso del tiempo permitió que se pudieran apreciar sus virtudes y la singularidad de su estatura democrática.
Luego de traspasar el mando, abandonó el poder, pero no la política. Le hubiera resultado imposible. Fue el impulsor del Pacto de Olivos que permitió la reforma constitucional y la reelección de Menem. Cuando el dos veces presidente insistía en la re reelección, Alfonsín se opuso con absoluta firmeza. Se sentía traicionado. Era además de una cuestión pública, un tema personal. Estaba en juego su palabra, su figura. Amenazó con la resistencia civil si se incumplía lo pactado (alguien contó que Alfonsín, atribulado, le dijo a sus íntimos que se suicidaría si Menem lo traicionaba). Luego fue fundador e impulsor de la Alianza que llevó a De la Rúa a la primera magistratura. Con el transcurso de los meses se fue alejando de las decisiones del presidente radical. En el 2002, desde su banca de senador, a la que luego renunciaría, apoyó el gobierno de transición de Eduardo Duhalde.
Los últimos años los pasó inmerso en su vocación. Dando discursos, juntándose con gente de distintos sectores, pensando el país, haciendo política. Se enojó cuando el kirchnerismo quiso reescribir la historia de la actitud de los gobiernos democráticos ante las violaciones a los derechos humanos, olvidando la labor de la Conadep y del Juicio a las Juntas.
A 15 años de su muerte la figura de Raúl Alfonsín se engrandece cada vez más. Más allá del político, más allá del presidente, más allá de sus errores de gobierno y de sus aciertos, lo que asoma con mayor contundencia día a día es la evidencia que un presidente es un ciudadano. Y ese, su ejemplo cívico, es el que sobrevivirá para siempre.
(*) Periodista
Publicada en Infobae