A tres años de una ley que sola no puede

Por Fernando Bercovich (*)

El tercer aniversario de la Ley Nacional de Alquileres encuentra a los hogares inquilinos en una peor situación que antes de su aprobación. Esto podría hacernos pensar que dicha ley fue inútil o incluso empeoró la situación de aquellas personas que buscaba beneficiar. Pero el acceso a la vivienda, y en particular el mercado de alquileres, está lejos de ser un fenómeno simple donde un problema tiene una única causa.

Vale la pena repasar el contenido de la ley, que no siempre está claro. Los puntos más destacados de la nueva ley fueron tres: extensión del contrato de dos a tres años, aumentos anuales (en lugar de semestrales como solía hacerse) del precio y su indexación por un índice promedio entre inflación y salarios formales (Índice de Contratos de Locación). Las tres modificaciones son claramente beneficiosas para quienes alquilan su hogar. Antes, frente a la desregulación, el mejor de los casos era recibir un aumento semestral fijado arbitrariamente por la parte más fuerte de la relación contractual —el dueño— que por lo general lo ataba a la inflación esperada.

Si alguien firmó un contrato legal de alquiler un día después de promulgada la ley, hoy está pagando 223% más que su precio inicial. Esto puede parecer mucho —y lo es— pero en ese mismo período, la inflación fue de 244%, es decir 21 puntos porcentuales más. Esto no es consuelo para quienes alquilan, sobre todo teniendo en cuenta que los salarios —en particular los informales, que la ley no tiene en cuenta— aumentaron bastante por debajo de los precios. Pero acá el problema pareciera ser más el nivel de los salarios y los precios que el de los alquileres. Tampoco se puede saber qué hubiese pasado con la vieja ley, pero hay bastante evidencia en la historia de que en un escenario macroeconómico inestable el mercado desregulado no da las mejores respuestas ante un derecho básico como el acceso a la vivienda. El dato nos puede servir para pensar si el problema de los hogares inquilinos es la ley o su contexto.

Lo concreto es que la realidad de la población inquilina empeoró en el último tiempo. Según una encuesta realizada en 2022 por la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ), el Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS) y la Escuela Interdisciplinaria de Altos Estudios Sociales (EIDAES) y otras organizaciones, el 63% de las familias inquilinas del Área Metropolitana de Buenos Aires se encuentra endeudada ya sea con familiares o entidades financieras. Por otro lado, el porcentaje de ingreso que dedican a pagar el alquiler aumenta año tras año: el 32% de los hogares inquilinos dedica más de la mitad de sus ingresos a pagar el alquiler, mientras que en 2021 ese porcentaje era del 24%. Además, aproximadamente la mitad de las familias inquilinas en el AMBA presentan algún grado de hacinamiento. Y hay más. Esta semana se conoció otro estudio, coordinado por el Instituto de la Vivienda de la Ciudad, del propio gobierno porteño, que señala que el 38% de la población inquilina (sin contar villas y asentamientos) vio disminuidos sus ingresos en el último año. Además, señala que el 77% pactó los aumentos en el mismo contrato, contrariamente a lo que marca la ley. En este mismo sentido, la encuesta de ACIJ y compañía marca que más del 60% de la población inquilina del AMBA asume aumentos por fuera de la ley, ya sean semestrales, trimestrales y hasta mensuales.

Todo esto evidencia que el nivel de cumplimiento de la ley es muy bajo. Según el mismo estudio del IVC, más de la mitad de los acuerdos se hace mediante inmobiliaria, lo cual es un dato muy relevante, ya que es de público conocimiento que las inmobiliarias nunca estuvieron a favor de la regulación. Hoy en día, ante la ausencia de controles estatales, son ellas quienes tienen el rol casi exclusivo de aplicar una ley con la que no están de acuerdo y que por lo general aconsejan cómo sortear.

Entonces, ¿se puede culpar de las malas condiciones del mercado de alquiler a una ley que ni siquiera se aplica? Todo indica que, al menos, no debería ser la única respuesta. Si bien es cierto que la oferta de alquileres en la ciudad de Buenos Aires tendió a la baja desde que se aprobó la ley, no es menos cierto que hubo períodos en estos tres años que dicha oferta subió y que volvió a bajar ante rumores de que la ley se derogaría o sería modificada.

Tampoco es menos cierto que la tendencia a la caída de oferta venía de antes de la aprobación de la ley de alquileres, al tiempo que subía la oferta de departamentos en venta. Sin embargo, esa suba en la oferta de departamentos en venta —a precios relativamente bajos en términos históricos— no encontró demanda. El bajo poder adquisitivo de los sectores medios y la carencia de una política de créditos hipotecarios que pudiera encauzar ahorros previos a la adquisición de una vivienda propia hicieron casi imposible la creación de nuevos dueños. Si aquellos departamentos en venta hubiesen encontrado una demanda, el resultado habría sido una menor tensión en el mercado de alquileres.

Por otro lado, parte de esos departamentos que salieron de la oferta de alquileres, se fue a otro tipo de alquiler: el temporario, que le permite a los dueños mayores ganancias que el alquiler a largo plazo y en dólares, en un contexto de falta de divisas. Por último, las viviendas vacías también aumentaron: en los últimos cuatro años el porcentaje de vacancia subió un 45% —alcanzando a las 200 mil viviendas— que representan casi un 13% del total de la ciudad, que podrían ser parte del parque de viviendas en alquiler.

Ante todos estos problemas, el gobierno de la Ciudad no ha demostrado tener una política sistemática e integral de abordaje de la problemática inquilina. El registro de alquiler temporario, que lanzó hace ya cuatro años, prácticamente no tiene inscriptos y las acciones que lanzaron hace dos meses se limitan a prestar dinero inquilinos ya sobre-endeudados para sus gastos de mudanza o refacción (de un inmueble ajeno) o a dar beneficios impositivos a la construcción, como si el problema de oferta fuese que se construye poco. El millón de metros cuadrados construidos por año parece indicar que no es así.

Si el gobierno nacional tiene como tarea indispensable ordenar las variables macroeconómicas que impactan especialmente en la población inquilina (precios-salarios-dólar) y buscar mejores mecanismos de aplicación de la ley nacional aprobada en 2020, el gobierno porteño tiene la responsabilidad de aplicar una política seria de vivienda, donde la población inquilina sea protagonista. Sobran modelos en la región y en el mundo donde el Estado interviene en el mercado inmobiliario de forma directa o indirecta, ofertando inmuebles propios, generando herramientas de incentivo al alquiler privado y desincentivo a la vivienda ociosa o incluso subsidios a la demanda para ciertos segmentos de la población inquilina. Hace falta pensar cuáles de todas esas herramientas puede funcionar mejor en estas latitudes.

Los propios datos del gobierno porteño indican que los inquilinos alquilan en promedio hace 12 años, el 69% cree poco probable poder comprar una casa propia y apenas un 8% dice alquilar mientras ahorra para una vivienda propia. Es decir, alquilar dejó de ser un estado de transición en una minoría y pasó a ser una forma cada vez más mayoritaria y definitiva de acceso a la vivienda. Como tal, esa vía de acceso a un derecho humano necesita de políticas integrales y eficientes que hagan que alquilar no sea una fuente de angustia constante. Solamente con una ley está claro que no alcanza.

(*) Sociólogo

Publicado en Infobae