Por Ramiro Pereira (*)
Se trata de la utilización del aparato del Estado al margen de la juridicidad y para beneficio de los particulares que lo controlan. Su imagen más clara es la venta de las decisiones públicas. El escéptico podrá alegar que toda política clasista o sectorial en beneficio de minorías tiene esas características y que la mera legalidad de una decisión pública no torna a esta beneficiosa para el público general. Sobre todo cuando quien toma una decisión está fuertemente ligado a intereses sectoriales.
En todo caso, no cabe relativizarla y junto con las políticas para hacer transparente y decente la gestión de la cosa pública, debe obrar la rama judicial del Estado, acusando y juzgando, siempre garantizando el debido proceso.
Pero no es esta la discusión pública que se da en Argentina. Es decir, no se trata aquí de críticas procesales puntuales y técnicas, pues lo habitual es que las sentencias sean criticadas y recurridas ante tribunales superiores.
Para el oficialismo y para una porción quizás minoritaria pero no insignificante de la población, la condena por corrupción pronunciada contra la vicepresidente de la Nación es parte de una conspiración. De igual modo se cuestionó públicamente la confirmación de la condena penal a Milagros Sala que realizara la Corte Suprema de Justicia de la Nación. El Poder Ejecutivo, que por mandato constitucional no puede siquiera opinar en las causas judiciales -salvo en aquellas en las cuales es parte- condenó los pronunciamientos judiciales calificándolos como ataques a la democracia.
El término que se utiliza es el de lawfare, para significar el uso del aparato judicial, mediático y político para perseguir a dirigentes populares.
La situación es tal que el sector político que ha gobernado dieciséis de los últimos veinte años y designó a la inmensa mayoría de los jueces y fiscales federales cuestiona de modo prácticamente general al poder del Estado que tiene por función -entre otras- la aplicación de la ley penal, el control (difuso) de constitucionalidad de las leyes y la resolución de los conflictos propios de un Estado Federal (competencia originaria de la Corte).
Sin adentrarme en la decisión cautelar de la Corte Suprema sobre la restitución de fondos a la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, la primigenia declaración del Presidente de la Nación de negarse a cumplir el fallo judicial evidencia la fragilidad del pacto constitucional, puesto en cuestión con anterioridad, desde que la fuerza política que gobierna sostiene públicamente que la justicia federal y la Corte persiguen a sus dirigentes y los condenan sin pruebas y con puro criterio político.
Sobre la causa penal por corrupción seguida a la ex presidente de la Nación, debemos enfatizar la centralidad del principio de igualdad ante la ley, que marcó el ingreso al Estado Constitucional de Derecho y el abandono de los regímenes privilegiados.
El error de judicializar la política no debiera entonces significar la impunidad para los políticos poderosos.
Y es que en la tesis del lawfare se encuentra cierto desprecio por la juridicidad, entendida como mera fachada al servicio del poder.
El Estado y más concretamente, el Estado constitucional (en el plano internacional las organizaciones y los tratados), constituyen un esfuerzo colectivo civilizatorio para reducir el imperio del poder, que siempre se sustenta en una situación de hecho que implica fuerza (política, económica, militar, institucional, o la mera fuerza física), y reemplazarlo por la juridicidad (y la razonabilidad), que en último término se sustenta en valores fundamentales compartidos, el viejo derecho natural, cuyo nombre actual es el de derechos humanos, que es el dogma humanista en el cual se sustenta nuestra civilización.
El ideal democrático -gobierno popular- se efectiviza como gobierno de los representantes de una mayoría electoral, y la necesidad de existencia de una autoridad que garantice el orden, preserve derechos y promueva el bienestar común, queda conmovida por el principio democrático que presta a las decisiones de los poderes políticos elegidos por el voto popular la plena legitimidad de expresar la voluntad del pueblo soberano.
Si la constitución limita al poder público, en la democracia constitucional lo que se limita es el poder detentado por los representantes de la voluntad mayoritaria. Es entonces que la necesaria limitación al poder estatal conlleva el riesgo de aminorar la democracia. Este tema se ve claro en materia de control de constitucionalidad de las leyes por parte de los jueces y también en la exigencia judicial a los gobiernos para que cumplan con las leyes, en particular cuando implican erogaciones presupuestarias.
Esta posibilidad de contradicción entre democracia y derechos se vio en la sentencia dictada por la Corte Interamericana de Derechos Humanos que privó de efectos jurídicos a los actos legislativos que plasmaban la política adoptada por la República Oriental del Uruguay respecto a los crímenes de la dictadura, impunes por decisión del Congreso y por dos plebiscitos populares que así lo confirmaron (1989 y 2009). Los jueces aquí entendieron que los derechos estaban por encima de la decisión de la mayoría.
La tensión entre democracia y constitución es propia de la democracia constitucional, y es bueno que exista. Todo poder político, por más democrático que sea, es poder y por ende puede ser arbitrario y restringir o violar derechos humanos. El ejercicio moderado y razonable de las funciones judiciales en torno al control de las leyes y otros actos de gobierno es la clave del encauzamiento adecuado de esta tensión.
Si la necesidad de autoridad para asegurar el orden es la justificación del Estado y la limitación y división del poder se fundan en evitar que la autoridad vulnere derechos humanos, el fortalecimiento del Estado Democrático tiene un fundamento que supera al constitucionalismo liberal, puesto que no basta con limitar el poder del Estado sino de hacerlo también con los poderes fácticos y garantizar ciertas condiciones materiales de vida para la población (derechos sociales).
Es entonces que el episodio de “Lago Escondido” debiera servir para reflexionar sobre la colusión entre magistrados y funcionarios judiciales, poder público y poderes económicos y mediáticos.
Ello por cuanto los jueces deben resolver conforme a derecho. Como todos los seres humanos, tienen ideología, la cual la han de aplicar al interpretar hechos y normas, sin perjuicio de la preponderancia que debe tener el rol técnico del juez. Lo que no deben nunca hacer es resolver casos para beneficiar o perjudicar a una parte, absolver o condenar a un acusado. Los jueces no deben tener amigos o enemigos cuando resuelven, de lo contrario, la propia función judicial se desintegra.
Hay que decir entonces que si el planteo del oficialismo fuera cierto quedaría privado de toda legitimidad el Poder Judicial (federal) en su fuero penal y en su cabeza.
Es así que sostener que cuadros enteros del Poder Judicial y la Corte actúan conspirativamente contra dirigentes de relevancia política, en apartamiento manifiesto de constancias obrantes en la causa judicial, implica negar toda legitimidad a un poder del Estado. Eso es lo que plantea la fuerza de gobierno, que vale mencionarlo nuevamente, ha sido oficialismo dieciséis de los últimos veinte años.
Las miserias del Poder Judicial (y del fuero penal federal en particular) no bastan para tener por cierta la existencia de una conspiración judicial y de los poderes fácticos contra líderes populares en clave antidemocrática.
La superación de la crónica crisis argentina requiere lo contrario del fundamentalismo, que es el disenso y el consenso (conflicto y acuerdo) canalizado a través de instituciones reconocidas como legítimas, que limiten el obrar basado en la fuerza (incluso la fuerza económica y la presión corporativa) y acentúen la vigencia de reglas razonables que regulen efectivamente las conductas y den cauce al necesario desarrollo.
(*) Abogado. Presidente del Comité de la Capital de la UCR de Paraná.